13 de Septiembre, 2021

¿POR QUÉ TE FUISTE AL INFIERNO, SHELLA JEAN?

Por primera vez en años las cifras de migrantes que han salido del país supera a las de ingreso, y son los haitianos los que lideran ese desplazamiento en busca del ‘sueño americano’. La historia de Shella Jean y su esposo, es un reflejo de este fenómeno. Presionados por la falta de inclusión social, recrudecida por las nuevas exigencias de regulación migratoria, emprendieron un viaje de Rengo a Tapachula, México, donde permanecen atascados a la espera de continuar su periplo hacia Estados Unidos. En el trayecto, superaron semanas de viaje en bus, cruces por pasos no habilitados, y la caminata por la selva del Darién, uno de los lugares más peligrosos del continente. ‘Vimos cadáveres de personas heridas que no pudieron seguir’, dice Shella, todavía choqueada por una experiencia que espera valga la pena.

Conocí a Shella Jean en Puerto Príncipe, Haití, en julio del 2017. La primera vez que la vi estaba parada junto a una bencinera bajo un sol abrasador y ruido de bocinas. Recuerdo su cara: los ojos achinados, los labios gruesos y las cejas finas como dos hebras de hilo. Shellame llevó hasta su casa. Subimos una calle empinada y de piedras, hasta que llegamos a una habitación de cemento, que por el día era comedor y por la noche el dormitorio donde dormía junto a su madre, una prima y el sobrino que debía traer a Chile para reunirlo con sus padres. Esto último era la misión que le encomendaron sus familiares, pero también su deseo de comenzar una vida nueva, lejos de la miseria y las escasas oportunidades.

Ese año, Shella Jean fue uno de los 105 mil haitianos que ingresaron al país, según datos de la PDI. El año en que más inmigrantes de la isla vinieron a Chile, en una especie de fiebre estimulada, en parte, por el endurecimiento de las políticas migratorias en Estados Unidos tras el triunfo de Donald Trump, y que puso freno al principal destino migratorio de los haitianos; y también por el rumor del ‘sueño chileno’, extendido por la primera oleada de haitianos llegados a Chile tras el terremoto de Haití del año 2010, y por el furor de prestamistas y agencias de viaje que se reprodujeron como callampas ofreciendo viajes, e incluso parte de la documentación necesaria, para ingresar al país como turistas. La mayoría de esos vuelos eran realizados por la cuestionada aerolínea Latin American Wings (LAW), extinta en 2018, tras una serie de acusaciones sobre escándalos administrativos y clientes estafados.

A un viejo Boeing de esa aerolínea subimos con Shella esa tarde de julio en Puerto Príncipe. Al llegar, su sobrino se encontró con sus padres, que llevaban algunos meses en Chile y se fundieron en un abrazo. Desde entonces, con Shella mantuvimos contacto esporádico por WhatsApp. Así supe que a las pocas semanas de llegar, buscó su propio destino y se fue a Talca con una amiga. Hace algunas semanas hablamos otra vez. Le pregunté si conocía algún compatriota suyo con intenciones de migrar de Chile a Estados Unidos, alertado por el creciente flujo de haitianos detectado en pasos no habilitados del norte, en tránsito a Perú y Bolivia, pero con un destino común: el del ‘sueño americano’.

Varios organismos y gobiernos han hecho eco del fenómeno. No sólo en Chile, donde la Subsecretaría de Interior ya da cuenta de un aumento de un 81 por ciento de haitianos que han abandonado el país por pasos habilitados. Sino también en ONG preocupadas por la peligrosidad de la ruta, que expone a hombres, mujeres y niños a largos tramos en bus, falta de comida, y a una caminata de seis días por la frontera que separa Colombia de Panamá conocida como el Tapón del Darién: 108 kilómetros de selva donde los migrantes deben abrirse paso entre vegetación, animales salvajes y bandas de criminales.

Shella vio el mensaje. No demoró en contestar:

-Yo, amigo -me respondió-. No estoy en Chile. Llegué a México ahora. Voy a Estados Unidos.

Un sueño por otro
Shella Jean tiene 33 años y está en Tapachula junto a su marido, un ex trabajador de Agrosuper llamado Herby Charles, de 25, y su hija que acaba de cumplir un año.

Tapachula es la primera ciudad de ingreso para los migrantes a México, en la frontera con Guatemala. El Instituto Nacional de Migración (INAMI) de ese país ya cifra en 147 mil los indocumentados atascados en ese lugar, de los cuales 18.883 haitianos han ingresado solicitudes de asilo humanitario a la Comisión Mexicana de Ayuda al Refugiado (COMAR), convirtiéndose en la segunda comunidad más numerosa, superada solo por la hondureña. Conseguir el carnet de refugiados es la única manera de moverse libremente y avanzar hacia la frontera con Estados Unidos, sin ser deportados a Guatemala.

Shella y su familia aún no logran ingresar la solicitud. Cuenta que llevan algunos días viviendo en una habitación vacía donde sus únicas pertenencias son una almohada y la frazada que ponen en el suelo para dormir. Desde ahí reconstruye su vida en Chile y las razones de su salida. Dice que en la misma empresa agrícola de packing donde trabajaba en Talca, conoció a un hombre llamado Samuel. Shella dice que se enamoró de Samuel y que cuando este le propuso irse con él a Rosario, una localidad cercana a la comuna de Rengo, en la sexta región, aceptó a ojos cerrados. Sin embargo, la relación se hundió rápidamente tras una serie de episodios de maltrato psicológico. Shella cuenta que Samuel no la dejaba trabajar y la mantenía en una habitación dedicada a las labores domésticas. La única razón por la que no la golpeaba, dice Shella, era por el miedo que su pareja le tenía a carabineros. De un día para otro y sin aviso, Samuel la abandonó.

-En el invierno me dejó sola -cuenta Shella-. Nunca más volvió. Ahí empezó mi dolor, porque llegó un momento en que no podía pagar mi arriendo, y no podía comer porque cuando empieza el frío en Rosario no hay mucho trabajo en el campo. Solo tenía un poco de plata que guardé para mandarle a mi mamá y tuve que gastarla en comida.

La comunidad la ayudó a mantenerse, mientras realizaba trabajos pequeños con los que pagaba la habitación. Hasta que llegó Herby Charles, un haitiano de ojos grandes, sonrisa desplegada y dientes separados, que venía de Santiago en busca de trabajo. Herby arrendó una habitación en la misma casa donde vivía Shella. Ahí se conocieron. Ahí se enamoraron. Con cinco meses de embarazo, Shella y Herby se casaron en abril del 2020 en el registro civil de Rengo, donde vivían desde el 2019, en una casa compartida pero más grande. Herby Charles trabajaba como aseador industrial en Agrosuper. Según Shella, si se esforzaba con las horas extras, el sueldo de su marido rondaba los 600 mil pesos mensuales. La pandemia, asegura Shella, no los afectó económicamente: Herby siguió trabajando con un permiso único colectivo.

Carlos Figueroa, director de Incidencia y Estudio del Servicio Jesuita a Migrantes cree que es importante desterrar esta creencia: que la mayoría de los haitianos se han ido de Chile exclusivamente por la crisis económica provocada por el coronavirus.

-Esta migración a Estados Unidos se viene dando de antes de la pandemia -dice Carlos Figueroa-. Por supuesto, no es lo mismo ser un migrante que un chileno en un contexto en el que hay ayudas sociales a las que no pueden acceder. Pero este fenómeno que hemos podido detectar responde a causas multifactoriales. Primero, la promesa del ‘sueño americano’ se vive mucho en Haití, que queda muy cerca de Estados Unidos, así que por ese lado no es raro que ahora se lo planteen, esperando que la administración de Joe Biden sea más afín a la migración que la de Donald Trump. Segundo, por la desesperanza de algunas personas que vieron en Chile frustradas sus expectativas y su proceso de inclusión, en parte por el racismo en Chile, pero también por la dificultad en el acceso a derechos.

Herby Charles toma el teléfono de Shella en la habitación en Tapachula. Cuenta que la travesía de emigrar a Estados Unidos comenzó cuando varios de sus amigos y haitianos emprendieron ese viaje. Él mismo tiene a su hermana, un sobrino y a un primo viviendo en Florida luego de migrar desde Brasil. Ellos le dijeron que lo recibirían si se animaban a viajar. Herby dice que la decisión la tomaron en mayo de este año luego de sopesar un tema clave: la regularización migratoria 2021 exigida por el Gobierno de Chile a todos los migrantes que ingresaron por pasos habilitados antes de marzo del 2020 y que se encuentren en calidad de irregular. Una de las exigencias para cumplir con esa regulación es contar con un certificado de antecedentes. Carlos Figueroa, del SJM explica lo que significa ese requerimiento para los ciudadanos haitianos.

-Si yo como chileno quiero ir a Estados Unidos, me piden un papel de antecedentes penales y me meto al sitio del Registro Civil y lo descargo gratuitamente -dice Carlos para ejemplificar-. Pero en Haití para obtener el mismo certificado se tiene que iniciar un proceso judicial de manera presencial. Para hacerlo desde acá tengo que mandar un poder, y para mandar ese poder tengo que tener plata y contar con la voluntad de otra persona que vaya por mí a iniciar este trámite, que, además, demora tiempo. Eso genera una sensación de frustración, porque los deja en una situación de irregularidad que no tienen otros países.

-Muchos haitianos nunca estuvieron bien en Chile -dice Herby Charles desde Tapachula-. Muchos no encontraron un buen trabajo y vivían mal. Mi problema era no poder tener papel de residencia. Estuve 4 años sin papel, imagínate. Sin papel no puedes proyectar una familia, aunque trabajaras como yo lo hacía. En Estados Unidos tampoco es fácil, lo sé, pero al menos se gana más plata.

En junio de este año Herby Charles renunció a su trabajo. Cuenta que su jefe lo miró extrañado. Le preguntó si era por un problema de dinero. Que si era eso podía subirle el sueldo. Pero Herby le mintió: le dijo que no. Que tenía que irse urgente a Haití para ver a su madre.

-Mi jefe estaba mal, porque todos los haitianos se fueron del trabajo -dice Herby Charles-. Se fueron para ir a Estados Unidos.

El viaje lo prepararon rápidamente. Shella Jean soñaba de pequeña con este momento: emprender rumbo al país de las oportunidades. El verdadero, a su juicio. Entonces Herby tomó lo ahorrado en el último año, compraron pasajes de avión hasta Arica, bolsos y una carpa. En la casa donde vivían solo recibieron palabras de apoyo, a pesar de las noticias: que la ruta es peligrosa. Que los que no pierden la vida en el Darién salen de la selva deseando no haber vivido jamás esa experiencia.

-Ustedes eran conscientes de eso, ¿no?

-Sí. Pero no creía. Los haitianos somos así. Cuando hablaba con los que habían pasado la selva me decían que no fuera, que era muy difícil, y yo pensaba: ‘ah, lo que tú quieres es que yo no vaya, que no ocupe tu lugar’. Después de estar más cerca de la muerte que de la vida ya no pienso así.

El infierno
Shella Jean me cuenta que cruzaron a Perú las tres de la madrugada. Guiados por coyotes que contrataron en Arica, gracias al dato de una mujer chilena, llegaron a Tacna luego de más dos horas de caminata a través del desierto. En una mochila Shella Jean llevaba carne frita, pollo frito, papas y galletas. Su intención era no gastar dinero hasta llegar a Ecuador. El viaje tomó casi 24 horas, y luego otras 20 para llegar a la frontera. Ahí, dice Shella, pagó 120 dólares (casi 100 mil pesos) a un guía para que los cruzara hacia Ecuador en un taxi. Esa noche durmieron en un hotel. Al día siguiente, subieron a otro bus para emprender un viaje de 40 horas con rumbo al municipio de La Paz, al norte de Colombia. El Darién estaba cerca.

-Fue muy difícil todo el paso por Colombia -me dice Shella por WhatsApp-. Gastamos mucho dinero en guías. A la mañana de llegar a La Paz nos llevaron a Necoclí.

Necoclí, en la costa norte de Colombia, es el último paso antes de adentrarse en la selva. Ahí Shella y los demás migrantes subieron a unas micros que los llevaron hasta el corregimiento de Capurganá, donde la carretera Panamericana es interrumpida abruptamente por las 570 mil hectáreas de selva que separan Colombia de Panamá. Fue una semana de viaje y esperas hasta llegar al Tapón del Darién. Shella Jean, su esposo Herby Charles, la hija de ambos, se abrieron paso en la selva. Los acompañaba un grupo de 30 migrantes, la mayoría haitianos provenientes de Chile, unos pocos cubanos y africanos. Coyotes colombianos, dice Shella, los guiaron.

-Solo recuerdo el miedo -dice Herby Charles al teléfono-. Pensaba en que mi hija no tenía la culpa de lo que estábamos viviendo y que no me habría perdonado nunca si le pasaba algo, porque ella estaba bien en Chile. Fueron seis días de caminata. Llovía todo el tiempo. Íbamos con la ropa mojada desde la mañana hasta la noche. En un momento estaba tan extenuado que mi hija se me cayó de los brazos y tuve que pagarle a un guía para que la llevara. Yo no tenía fuerzas y mi esposa tampoco. La comida se nos acabó a los pocos días y lo único que tomábamos eran unas vitaminas en polvo que mezclábamos con agua.

Durante las noches, me cuenta Shella, se oía el rugido de jaguares que merodeaban las carpas y durante el día debían esquivar las serpientes e insectos que surgían en el camino. El paso más complejo fue la llamada ‘montaña de la muerte’. Tres horas de subida y tres de bajada por caminos estrechos que dan a un barranco. Son comunes las historias de migrantes que vieron caer a otros al vacío en ese lugar. Shella y Herby no lo vieron, pero sí los cuerpos de migrantes fallecidos repartidos a lo largo de todo el camino que transitaron por el Darién.

-Vimos cadáveres de personas heridas que no pudieron seguir y se murieron -me dice Shella, al teléfono-. Cuerpos de haitianos, de cubanos, africanos, comidos por animales. Lloré mucho, sufrí mucho. Algunos se atrevían y se acercaban para revisar los cuerpos y ver si tenían plata o algún documento con el que pudieran avisarle a familiares.

Exhaustos, y a pocos kilómetros del primer refugio improvisado para migrantes de la localidad de Bajo Chiquito, en Panamá, el grupo de Shella y Herby fueron asaltados por un grupo de siete panameños. La situación es común. Grupos de delincuentes ya reconocen las rutas de los migrantes y esperan su llegada para quitarles todas sus pertenencias. Shella recuerda lo que vivió ese día:

-Nos apuntaron con armas -dice Shella-. A nosotros nos robaron la plata y los anillos de matrimonio. Luego nos desnudaron a todos para ver si teníamos plata escondida. Fue humillante. A una niña de 14 años la violaron frente a sus padres.

Lo único que no perdieron, agrega su esposo Herby Charles, fue el celular. Antes de entrar a la selva, Herby quebró la mica que cubría la pantalla para en caso de robo decir que no servía para nada. Sin fuerzas, sin ánimo, el camino continuó. Con su hija enferma y con fiebre, llegaron al refugio de Bajo Chiquito. Desde ese lugar cientos de migrantes fueron deportados a Colombia, luego de protagonizar violentas protestas exigiendo continuar con su periplo a Estados Unidos a pesar del cierre de fronteras por la pandemia. Shella y Herby tuvieron más suerte. Con la frontera abierta, Shella cuenta que solo debieron pagar a 40 dólares a un funcionario del refugio para que acelerara su registro en el Servicio Nacional de Fronteras de Panamá (SERNAFRONT) y los dejara salir para tomar un bus a Costa Rica. Según el Gobierno de Panamá, 20.114 haitianos han transitado por el país en lo que va del año. Pero no es la única cifra en aumento: 2.833 chilenos también lo han hecho. Carlos Figueroa, del Servicio Jesuita a Migrantes, supone que ese es el número hijos de haitianos que nacidos en Chile.

Como la hija de Shella y Herby.

Como la menor violada en la selva, que, según ellos, también venía de Chile.

La espera
Los días en Tapachula pasan lento. Shella cuenta que el tránsito de Costa Rica a México fue el más sencillo, pero también el más caro. En total, dice, han gastado 4 mil dólares desde que salieron de Chile, y aún les queda camino por delante. Sin dinero, la única forma de solventar el viaje es con ayuda de familiares. Su propia madre, dice Shella, ha debido enviarle dinero desde Haití para ayudarla. Más encima, dice, los precios se han disparado. Según ella apenas les alcanza el dinero para comprar arroz y frijoles, y pollo para freír. Llevan en Tapachula más de un mes, esperando obtener el carnet de refugiados, que se ha convertido en un dolor de cabeza no solo para ellos, sino también para el gobierno mexicano. Wilner Metelus, sociólogo y presidente del Comité Ciudadano en defensa de los Naturalizados y Afromexicanos, explica el problema:

-La COMAR es la que decide si la persona puede conseguir la calidad de refugiado o no -dice con voz pausada Wilner desde México, donde vive hace 20 años-. Pero esa institución hoy no tiene capacidad de dar respuesta a los 147 mil inmigrantes que hay en la ciudad. Hay algunos que llevan meses esperando, y algunos recibieron cita para iniciar el trámite recién en marzo del 2022.

Esta situación, agrega Wilner, está provocando un embotellamiento que amenaza con colapsar una ciudad pequeña y sin los servicios suficientes para recibir a todos esos migrantes. Tapachula pertenece al estado de Chiapas, el más pobre de México, y organizaciones activistas ya registran acciones discriminatorias en contra de los haitianos por parte de mexicanos que ven amenazados sus puestos de trabajo. Para Wilner, el gobierno mexicano está violando los derechos de estos migrantes al no dejarlos transitar libremente hacia su destino. Hay 36 mil policías de la guardia nacional mexicana resguardan Tapachula controlando que los migrantes no salgan de la ciudad. Y según Wilner, esto es solo una acción para demostrarle al gobierno de Estados Unidos que están colaborando con ellos. Consultado por ‘Sábado’, el INAMI declaró no contar con un vocero habilitado para participar de este reportaje.

El llamado de Wilner Metelus para los haitianos en Tapachula y en Chile es dramático. A los primeros les pide que aguanten: hace dos meses un bus con 51 haitianos que salió de Tapachula hacia la ciudad de Acuña, en la frontera con Estados Unidos, se volcó a mitad de camino y 18 haitianos fueron secuestrados luego de haber sido dados de alta en el hospital. Los datos de la Comisión Nacional de Derechos Humanos de México (CNDH) hablan de 20 mil indocumentados secuestrados al año por el crimen organizado.

A los haitianos en Chile les pide calma:
-Por favor no tomen la ruta para llegar a México -dice Wilner, elevando la voz-. En este momento la situación está muy difícil. No hay oportunidad para un haitiano en la frontera sur. No para llegar a Estados Unidos. Hermanos, busquen cualquier opción en el país hermano de Chile y aguanten.

En Tapachula, Herby Charles sabe que esas palabras no convencerán a sus compatriotas. Dice que los haitianos son así: necesitan estar de cara a la muerte para recién creer en ella. Si por él fuera, dice, no volvería a repetir el viaje. Sobre todo, por su hija, y por las noticias que llegan desde el norte, en Ciudad Acuña: en febrero de este año una menor de dos años fue encontrada con vida en la ribera del río Bravo, que separa México de Estados Unidos. Entre sus ropas, la policía encontró su certificado de nacimiento y su país de origen: Chile. Semanas después fue reunida con sus padres en Estados Unidos, a quienes la niña se les soltó de las manos cuando cruzaban el río. En junio de este año, otra menor no tuvo la misma suerte: su cuerpo fue encontrado flotando en el río, con signos de haber sido atacada por cocodrilos.

Shella Jean, por su parte, y a pesar del miedo, solo quiere salir de Tapachula y seguir adelante. Antes de despedirse dice que está cansada de dormir en el suelo y de no contar con las comodidades que tenía en Chile: un refrigerador, una cocina, una cama. Los días, agrega, se los pasa esperando, gastando sus últimos dólares en pañales y comida, o navegando en internet cuando consigue una señal de wifi que le permite hablar por WhatsApp o actualizar sus redes sociales. Hace algunos días lo hizo. Subió una imagen a Facebook: un águila calva sobre la bandera de Estados Unidos.

Citas destacadas:
‘Llovía todo el tiempo. Íbamos con la ropa mojada. Estaba tan extenuado que mi hija se me cayó de los brazos y tuve que pagarle a un guía para que la llevara’, dice Herby Charles.

‘Nos apuntaron con armas. Nos robaron la plata y los anillos de matrimonio. Nos desnudaron para ver si teníamos plata escondida. Fue humillante’, dice Shella.

Foto: Ilustración Francisco Javier Lea.
Fuente: Por Arturo Galarce/ El Mercurio 11 Septiembre 2021  Sábado p.  4-5 Suplemento 

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